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año 66 de la era ibañez

francisco ibáñez (6/iii/1983 - el correo dominical)

Texto: Marcos Ordóñez Fotografías: Francesc Simó



Volver a las lecturas de infancia cuando ésta empieza a quedar lejos es un ejercicio que comporta graves riesgos. Las novelitas de Enid Blyton que uno devoraba con fruición se le caen de las manos hasta al más voluntarioso nostálgico, los amigos a los que hubiéramos seguido sin pestañear hasta el Amazonas opositan a notarías y te ofrecen menos conversación que la momia de Amenophis IV y aquella mansión de ensueño que fue el marco dorado de tantos veranos resulta, con el tiempo, no muy distinta de un pinito de renta limitada. Ahora que el cómic se ha convertido en un arte mayor y en cada tertulia te encuentras a un quídam que dice haber devorado a Alex Raymond o Will Eisner recién salido de la guardería infantil, uno pasa revista a sus lecturas de aquella época y constata que no iban más allá de la familia Ulises, el pato Donald, las selecciones de Novarro y, por supuesto, Mortadelo y Filemón. Sin embargo, hasta en este campo hay categorías estilisticas y si Flash Gordon resulta algo así como el Joyce de la historieta, los monigotes de Ibáñez, de Escobar o de Manolo Vázquez parecen condenados por el «highbrow» de turno a cumplir un rol equivalente al de doña Corín Tallado. Cuando los sociólogos de nuevo cuño, allá por los últimos sesenta, decidieron posar su violácea pupila sobre el mundo del tebéo nacional, un caudal de auténticas tonterías se vio reflejado en letra impresa. Carpanta era una víctima del franquismo y su hambre eterna una solapada crítica de la Dictadura. En cada viñeta del Capitán Trueno se atacaba al régimen y se lanzaban mensajes subliminales en favor de la autonomía catalana. Las hermanas Gilda padecían una ninfomanía galopante y en las aventuras de Mortadelo y Filemón hasta el más lerdo podía detectar vestigios de homosexualidad reprimida. O «significaban», en jerga estructuralista, o podían ser tranquilamente arrojados al pudridero de la más ínfima y descastada cultura de masas. Y si no constituían «vehículos de representación» en sí mismos, ya se encargaban los estudiosos de inventárselo. No hace falta señalar bibliografía al respecto: bien que se hartaron sus pergeñadores de sacarle tajada al asunto. Hará pocos meses, paseando por el mercado de San Antonio, sentí la imperiosa necesidad de hacerme con un fajo de tebeos de Bruguera, espoleado por la curiosidad de comprobar si seguían despertando en mí las sensaciones de antaño. Comprobé, en primer lugar, que el fanatismo coleccionista había alcanzado cotas desmesuradas: un ejemplar de «Pulgarcito» del año 58 se cotizaba a la asombrosa cantidad de novecientas pesetas, lo que indicaba, en cierto modo, que también Ibáñez y sus secuaces habían entrado en el olimpo de los semidioses. Poco más tarde, en un atestado vagón de metro, varias docenas de ojos inquisitivos se posaron en mi humilde persona, contemplándome como quien escruta a un asilado de' Charenton en su tarde libre: de nuevo, y sin poder evitarlo, estaba riéndome a carcajada limpia con los «gags» de «Trece Rue del Percebe». ,Por una vez, la operación nostalgia me había salido bien, qué caramba. Francisco Ibáñez —porque de Ibáñez trata fundamentalmente este articulo, en el 25 aniversario de sus detectives— pertenece a esa generación de artesanos que, afortunadamente, optaron por el modesto y gigantesco rol de hacernos reír en lugar de lanzarse por vericuetos más gratificantes, como la historieta con mensaje antinuclear o el pretencioso delirio seudoonírico a lo Guido Crefax («la Capilla Sixtina del cómic», ya saben). Claro que entonces eran otros tiempos y no estaba el horno para bollos —a la entrevista contigua les remito- pero nuestros dibujantes actuales, divididos entre el mimetismo tintinesco, las Orestíadas marca Corben, con profusión de walkirias y bicharracos, voladores o, en el peor de los casos, reiterando la apolillada iconografía de los «Underground» USA (Sexo, droga y rock'n roll), parecen despreciar olímpicamente cuanta página contenga el más mínimo «gag». En el estrecho marco de las publicaciones infantiles, un grupo de chalados, encerrados en su estudio, alimentándose de calimochos y bocatas calamata, creaban día tras día locuras como las de Pepe Gotera y Otilio, Angelito, el Reportar Tribulete o la familia de Alcorcón. El que todo aquel material fuera a parar a manos infantiles o no, en cierto modo les traía sin cuidado. Actualmente, los tebeos teóricamente destinados a la tierna infancia no hay bicho viviente que se los lea. La cascada de «gags» fabricados por el genio calvo al que hoy se homenajea hubieran podido revitalizar las cansinas aventuras del Inspector Clouseau o dado lugar a una serie española que reverdeciese los insignes fastos del Superagente 86, pero lamentablemente no pudo ser. Acaso sea mucho pedir que el país produzca, en un corto plazo, equivalentes hispanos de monstruos del humor como Marcel Gotlib, como Goscinny y Uderzo, como el grandísimo Petillon —cuyo modo de concebir el «gag», por cierto, tiene bastante que ver con Ibáñez —pero, mientras esperamos (y podemos esperar sentados), bueno será pasarse por una chamarilería y, entre viejas novelas de Simenon y caretas de a duro, hacerse con un sustancioso lote de historietas protagonizadas por Mortadelo y Filemón, atrapar un gripazo que nos mantenga una semanita en cama y, a falta de algo nuevo que llevarse al gaznate, volver a recuperar una tan olvidada como imprescindible sensación de infancia.
 



La ametralladora del gag

Los inicios

«Sí, los estudiosos del teatro dicen que pertenezco a la generación del 57, que suena muy serio. Teóricamente, los compañeros de quinta serían Vázquez, Raf, Segura, Nadal, Gin, Martz Schmidt, el de «El Profesor Tragacanto», Rojas de la Cámara... Lo cierto es que yo comencé ese año en «Pulgarcito», pero mis primeros chistes salieron el año 51 en una revista llamada «Alex». Chico, yo no sé qué pasaba, pero revista que pisaba yo, revista que cerraba a los dos días. «Chicolino», «La Risa»... Entonces hacía chistes de portada y tenía varios personajes fijos: «Don Usura», «Kokolo», «La familia Repollino», «Haciendo el indio»... Esta última llegó a publicarse en un periódico, el suplemento semanal de «La Prensa». Nada, aquello no daba ni para pipas. Tenía que ganarme la vida en un banco, como un esclavo, aunque es una época que —quizá por pasada— evoco con cariño: De ahí nació «El Botones Sacarino», de los recuerdos de mi trabajo de entonces».

El nacimiento de Mortadelo & Filemón

«Pues... dejáme que me acuerde... Sí, sí, «Mortadelo y Filemón» nacieron a finales del 57, como historieta de una página. Al principio surgió como un encargo: Nunca mejor dicho lo de «vino a llenar un hueco». En «Pulgarcito» sobraba una página y me dijeron que la llenase con lo primero que se me ocurriera. Y como era siempre un chiste de guardias y ladrones, tuve la idea de que Mortadelo se disfrazara para esquivar un poco el tópico. En realidad, seguían el esquema clásico del Clown y el Augusto pero como sucede en el circo, el tonto acaba siendo siempre el preferido del público, y Mortadelo, que era un simple comparsa fue ganando protagonismo, lo que obligó a cambiar el esquema inicia r La técnica de la historieta

«A mí siempre me había fastidiado mucho el que la historieta de una página no fuera más que un chiste alargado y quería intentar algo nuevo. Así, al pasar «Mortadelo y Filemón» a doble página y luego serializarlo en las entregas que componían un álbum como «El Gang del Chicharrón», pongamos por caso, encontré el sistema que he venido realizandoo hasta hoy, o sea, multiplicar los gags. Mi sistema consistía en darle tregua al lector: Cuantos más chistes tuviera por viñeta, mucho mejor. De ahí salió esa composición de una escena cualquiera, donde los protagonistas viven en primer plano una situación cómica y en los fondos se desarrollan otras tantas escenas. Durante una temporada aprovechaba hasta los márgenes para introducir historia paralelas, pero era agotador».

13 Rue del Percebe «Claro, el súmmum de esa técnica fue «13 Rue del Percebe», la página que cerraba la revista. Fue una serie que tuvo muchísimo éxito porque, creo yo, por el mismo precio se le daba al lector triple de gags. Y era muy dificil puesto que en el reducidísimo espacio de un cuarto de viñeta, que era lo que ocupaba cada piso del edificio, tenía que colocar una situación graciosa, sin contar con lo que pasaba en el ascensor, la buhardilla, el hombre que vivía bajo el suelo, el gato y el ratón haciéndose perrerías en el terrado... Era un auténtico parto: Una sola página de la Rue me costaba, a veces, lo que una historieta larga de Mortadelo o Pepe Gotera, donde la inercia de un tema desarrollado a lo largo de todo el episodio facilitaba mas las cosas».

Pepe Gotera y el Botones Sacarino

«Siempre viene alguien que te dice si sacas tus chistes de la vida real. Como en general mi humor es bastante desconyuntado, me sucede pocas veces, a excepción de Pepe Gotera y Otilio, que nacieron precisamente de una chapuza doméstica, después de que unos operarios me inundaran el cuarto de baño. Sacarino, como te decía antes, es un personaje nostálgico que surgió al recordar mi etapa como botones de un banco. En las primeras historietas de la serie el «dire» estaba tomado literalmente de un alto cargo de Bruguera, que se cabreó muchísimo al verme retratado. Tuve que eliminar su caricatura y así nació el personaje -bobo, torpe, siempre de negro— que sigo manteniendo en la actualidad».

La censura de los años duros

«Muchos lectores me han preguntado por qué no tienen novia Mortadelo y Filemón o por qué salen tan pocas señoras en mis historietas y siempre les respondo que era una imposición general de la época. Tampoco podía dibujar mujeres Vázquez porque cada dos por tres teníamos problemas de censura. Un personaje con «formas» femeninas no aparece en las historietas teóricamente destinadas al público infantil hasta principios de los sesenta, con la esposa de «Los señores de Alcorcón». La familia era otro tema tabú: Se podía tratar en clave costumbrista, como hacía Benejam con los Ulises, pero presentar a una familia que se diera de palos o hacer chistes a costa de sus elementos te exponía a unos chorreos tremendos. Cuando yo comencé con los Trapisonda, creé el personaje de una criada que siempre jugueteaba con el marido a un nivel de ingenuidad total, y me obligabaron a quitarlo. Eso explica, por ejemplo, que el matrimonio de «Don Pío», de Peñarroya, fuera reconvertido y en lugar de los padres del niño Luisito acabaran siendo sus tíos».

Sobre el delirio interpretativo

«La de cosas que he llegado a leer por ahí sobre mis tebeos. Algunas para morirse de risa, te lo aseguro. Un tipo dedicó páginas y páginas a analizar la calvicie de mis personajes diciendo que representaba una frustración sublimada del autor y tonterías por el estilo, cuando el motivo no es otro que el de la rapidez: Dibujando a un personaje calvo tardas mucho menos *que, si luciera una hermosa melena. Otros han dicho que mis historietas están llenas de violencia y que puede crear traumas a los niños. Esa supuesta violencia es tan inverosímil, tan descoyuntada, que no hay quien se la crea. A fin de cuentas, tiene el mismo sentido que el tortazo entre los payasos. Lo que sí estoy dispuesto a admitir es que acaso me sirva como válvula de escape: Yo soy un hombre muy pacífico, que ni siquiera voy al fútbol a pegar gritos, y si hay tantas carreras, tropezones y bofetadas en mis dibujos, quizá sea porque mi vida cotidiana es una balsa de aceite».

Un riñón no tan forrado

«Mis amigos me han baldado a sablazos porque están convencidos de que tengo en casa un calcetín repleto de monedas de oro o algo por el estilo. Lo cierto es que no me puedo quejar: «Mortadelo y Filemón» se ha editado en varios idiomas, han salido muñequitos, han sido utilizados como reclamo publicitario... ¿Las películas? Mira, de ahí no vi ni un duro. Tú sabes que el campo del dibujo animado en España es muy difícil; hay que hacer una inversión muy grande y aunque se cubireron gastos, nadie obtuvo beneficios. El capital lo aportaba un Luca de Tena, pero al ver que los beneficios no eran a corto plazo, se desinteresó del proyecto. Yo sigo en esto, fundamentalmente, porque me gusta, me divierte y es un medio como otro de ganarse la vida. No niego que hubo temporadas en que pensé muy seriamente en tirar a los agentes de la T.I.A. por un acantilado, pero han sido crisis que han durado poco. Ahora las cosas no me van mal y trabajo a un ritmo más relajado, pero en las épocas más duras había llegado a hacer, durante años, mis buenas veinte páginas semanales. Cuando la demanda de historietas es muy fuerte, recurro a un equipo de Bruguera. Son excelentes dibujantes a los que se les da la historieta a lápiz y la pasan a color, o las líneas generales del guión y ellos lo completan. Hace poco creé un nuevo personaje, un niño tremendo llamado «Tete Cohete», pero por exceso de trabajo no pude hacerme cargo de él y se lo pasé a otro dibujante de la editorial».

Hasta que el cuerpo aguante

«Hombre, por supuesto. Yo voy a seguir en esto hasta que no pueda coger un lápiz. El mundo de los tebeos ha pasado, como todo, etapas de fluctuación, pero el campo es muy amplio. Uno de mis grandes miedos era el creer que mi humor sólo podía entenderse en España, pero las ventas en el extranjero me han probado lo contrario. Estuve en la Feria de Frankfurt el año pasado y los niños hacían cola para que les firmase álbumes, y te aseguro que se ríen igual que aquí. Sin ir más lejos, los editores alemanes me escribieron diciendo que había desbancado a Asterix. El problema que yo veo, en España, es la ausencia de creadores cómicos. No sé si consideran que esto es demasiado menor y prefieren dedicarse a la ciencia-ficción o el chiste político, pero lo cierto es que hay una carencia absoluta de guionistas. Precisamente por ello, Bruguera ha creado ese premio, el «Mortadelo de Oro», para ver si sale gente nueva, aunque te diré que cuando un historietista tiene algo que decir no espera a que le den un premio sino que se patea todos los editoriales. Y están hambrientos de material para publicar.

El mundo exterior

«Durante estos últimos 25 años, yo he vivido en un mundo aparte, encerrado de la mañana a la noche con las historietas y prescindiendo bastante, en el fondo, de su destinatario. Dibujaba mis locuras y tenía la suerte de que me pagaran por ello. En realidad, si hubiese escrito pensando en los niños me hubiera muerto de hambre o de aburrimiento. Por supuesto, me he perdido muchas cosas. Me preguntas por dibujantes franceses o por otras publicaciones españolas y no te sé responder. ¿Si me hubiera gustado dedicarme a otra cosa? Te vas a reir, pero mi vocación frustrada es la de trabajar la madera, como un artesano».

Francisco Ibáñez, el dibujante de humor más cotizado en España y parte del extranjero, es casi tan calvo como Mortadelo e infinitamente más nervioso. Habla y dibuja a la misma velocidad, ingiere un hectolitro de café negro por minuto (y lo abona, a diferencia de su colega Vázquez), fuma hasta por las orejas y el constante golpeteo de su espaimódica rodilla es capaz de erosionar las más marmórea superficie. Tiene dos hijos que hasta hace muy poco preferían a Zipi y Zape —lo que ocasionaba no poca desazón en su progenitor—y lleva dibujando 25 años a razón de 25 horas diarias. Todo un récord.
 




Agradecimientos a Oli (Whakoom) por hacernos llegar la entrevista.

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